Por Eusebio Ruvalcaba (Revista Replicante, mayo 2010).
El eterno dilema. La hoja en blanco —la pantalla, más bien. Escribir… ¿qué? Tomar algo, fumar algo, meterse algo para atizar las ideas. O dejar de escribir…
Pensemos en un escritor, cualquier escritor. Imaginémoslo en su mesa de trabajo, tratando de hilvanar una cuartilla. Una puta y fokin cuartilla. Lleva dos horas y simplemente las ideas no vienen a su cabeza. Las palabras que son ideas, las ideas que son palabras. De pronto siente que desde la bóveda celeste cae un relámpago que lo traspasa. Siente el advenimiento del ímpetu creativo. Está ahí, llamando a las puertas de su cerebro. Pero su mano se niega a escribir (digamos que escribe a mano porque le gusta sentir en carne propia cómo escurre la poesía desde el tejido cardiovascular). Quiere darle forma a ese extraño elemento que acicatea su cabeza. Pero no puede. Una situación que viven todos los días miles de escritores. Como un virus mortal, aquella idea se ha perdido entre sus circunvoluciones. En ese momento, ese hombre se levanta y se dirige a la cocina. Saca una botella de whisky y se sirve medio vaso. Mientras le pone hielo se pregunta por qué la inspiración no viene a él como acontece con su hermano, el compositor. Por qué las palabras no tendrán la ligereza de las notas. Que despliegan las alas y remontan el vuelo aun a costa de su autor.
Pensemos en otro escritor. Viene de la editorial con su libro recién publicado en las manos. Le dieron un ejemplar. El resto se lo enviarán a su domicilio. Se mete a una cantina. Está en la colonia Obrera y allí se topa con cantinas en cada esquina. Pide un trago. Pide otro. Otro másSe para al baño, se encierra en un gabinete y se da un jale. Sabe que le va a pegar fuerte. Su signo zodiacal es de aire. Sin contar con que está sensible a todo. Híper sensible. Traer ese libro en las manos le ha obligado a pensar en su suerte, en su destino. Siente cuchilladas en el pecho. Sabe que ese libro es una concesión. Ha dejado de ser un hombre libre. Cualquier libro es un grillete. Le urge deshacerse de él. Regresa a su mesa. Ahí está el libro. Llama al mesero. Pide un trago más y se lo obsequia. El mesero muestra cierta reserva. Piensa que el cliente no tiene con qué pagar. Se asombraría si pudiera adivinar su pensamiento. El cliente, ese hombre que está frente a él, ha tomado la determinación de no publicar un libro más. En su vida. Aunque ignora que esta decisión no está en sus manos. No alcanza a percatarse con claridad, pero una sensación voluptuosa parece acometerlo desde los confines de su propio abismo. El que no se distingue en las radiografías. Reflexiona en las palabras, en las que le han abierto el desagüe de la tragedia. Porque hasta antes de escribir la vida era mucho más soportable para él.
Y uno más. Un último escritor. Va en su auto por avenida Revolución. Pronto llegará a Ciudad Universitaria, donde es maestro de retórica. Cincuentón, filósofo, es autor de más de una veintena de libros. De creación literaria y de filosofía. Lo que más le entusiasma es la novela, pero le duele en el alma sentarse y escribir ficciones. Quiere explicarse la realidad que lo rodea. Y desparramarla en todo aquel que lo escuche o que lo lea. No inventar. Siempre le ha parecido una actitud egoísta dejar que su imaginación vuele, cuando hay tanto desconsuelo e injusticia alrededor. Pero es un cobarde. Un mezquino. Se sale de la avenida y busca una calle lateral. Solitaria. Abandonada —hasta donde una calle puede estar abandonada. La encuentra. Se estaciona. Busca en la cajita de sus medicamentos un carrujo. De su saco extrae la anforita que alguna vez le regaló una alumna. Fue un regalo confidencial, como su relación. Y efímera. Nunca fue capaz de abandonar a su mujer para irse con aquella jovencita. Da un sorbo y enciende el toque. Quema y bebe. Bebe y quema. Reflexiona que la materia prima con la que trabaja es el lenguaje. Las malditas palabras que le permiten conocerse a sí mismo. O, más exactamente, la inutilidad de conocerse. ®
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