“Podemos cenar aquí, yo me estoy muriendo de hambre”, te dije.
Era martes por la noche, y curiosamente llovió algo fuerte. Curioso porque ya no es temporada de lluvias. ¿El lugar? Pabellón Altavista, al sur de la Ciudad.
No soy muy afecto a cenar en un Italianni’s, pero en este caso en particular era una Buena decision por dos razones: hay vinos baratos y estaba casi vacío. “Está bien, vamos”, respondiste.
Y como yo no te conozco y tú no me conoces entonces viene el chateo obligatorio. Que qué haces, qué si te gusta tu trabajo, que qué quieres en la vida, que qué bueno que has viajado, que quieres vivir en tal ciudad, que no eres la persona más abordable pero qué bueno que estás aquí. Lo normal, pues.
Excepto que a la mitad de la plática se comienza a escuchar como si alguien estuviera aventando arena por el ducto de la ventilación. La mesa justo en frente, que está comiendo bajo el ducto, comienza a ponerse nerviosa. Los meseros no saben qué hacer.
Y después de la arena se escucha como si cayeran rocas. Rocas sobre un techo de plafón muy delgado.
Mala combinación. De plano los que están comiendo se mueven de lugar, lo más lejos possible, pegados a la puerta.
Más rocas, más ruido y con un sonido sordo, se abre un boquete:
Yo me río. La gente no tanto, pero da igual. Le pregunto al mesero si nos piensa dar una cortesía por el estrés que nos ha provocado. “Lo checo con el capi”, me dice. “Arriba están haciendo unas reparaciones en una peluquería y algo pasó. No se preocupen”.
El helado de chocolate sabe mejor si es gratis.
PD: Este texto no lo escribí yo ¿a poco no se habían dado cuenta?
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