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El museo del sexoTexto y fotos de Miriam CanalesNueva York, EEUU. “¡Ay no, ya vas a empezar con tus tonterías!”. Mi madre se mostró visiblemente molesta cuando vacacionábamos por Nueva York y le enseñé un folleto que promovía un museo dedicado al tema del que todos gozamos. Mi curiosidad y mi morbo se despertaron en ese momento: nunca había visitado un lugar dedicado al sexo y pese a la bajísima temperatura invernal, mis ardientes hormonas exclamaron: “¡Vamos!”. Mi madre se negó rotundamente a acompañarme y optó por irse de compras a la Quinta Avenida, mientras yo tomaba un autobús desde Queens hasta Manhattan bajo una lluvia inclemente y copiosa. Al llegar, encontré a un pequeño grupo de visitantes maduros que trataba de ingresar por la puerta equivocada. La dirección no era del todo precisa, por lo que tuvimos que dar la vuelta a la calle y penetrar por una puerta angosta que no parecía ser la entrada de un museo sino de una simple sex shop.
“Buenas tardes. ¿De dónde nos visita?”. Un negro de Burkina Fasso cortó mi boleto, creyó que era española, le dije que iba de México y hasta me piropeó y preguntó cómo me llamaba. “Mi nombre no importa”, contesté esquivamente, pero eso no era lo malo sino que el guardarropa se encontraba saturado y tuve que cargar mi abrigo durante todo el trayecto. Ya adentro, comencé a abochornarme y no debido al clima sexual, sino a la fuerte calefacción. Fundado apenas en 2002, el Museo del Sexo ha sido respaldado por científicos e investigadores de instituciones como el Kinsey Institute for Research in Sex, Gender and Reproduction o el Instituto de estudios de Género y Sexualidad de la Universidad de Nueva York.
¿A usted le agradan los madrazos sexuales y los fetiches extraños? Las tres galerías que conforman al museo, subterráneas y angostas, tienen en su acervo una variedad de objetos para las bajas pasiones. La primera sala consiste en una exhibición de instrumentos extraños, algunos fabricados de manera casi artesanal por lugareños de los Estados Unidos, como el “huskette”, un pene de plástico insertado en una vara larga, accionado por un motor dentro de una caja metálica o una silla de plástico púrpura acondicionada para una placentera masturbación. Para otros gustos perversos se muestran vitrinas con muñecos de látex de tamaño natural, látigos, ropa de cuero negro y hasta un antiguo cinturón de castidad masculino hecho de piel y un conducto de metal en el pene para evitar la erección. Había todo tipo de visitantes: desde jóvenes inquietos y calenturientos hasta adultos mayores ávidos de regocijar sus añejas pupilas con imágenes provocadoras. ¿Usted cree que sólo los humanos podemos gozar del sexo? Los robots ¡también! El artista y cineasta Michael Sullivan creó el cortometraje pornográfico steampunk The Sex Life of Robots, en el cual sus diminutas creaciones metálicas gozan de practicar posturas “kinky”, orgías y hasta bestialismo, incluso uno de los robots tiene el rostro de Deborah Harry, cantante de Blondie. El corto fue censurado hasta en YouTube, aunque en el portal de la revista científica Wired se incluye una entrevista con el autor.
En otro extremo encontré otra área dedicada a los artistas que hicieron de la carne una de sus musas, como el neoyorquino Keith Haring, cuyas preferencias homosexuales quedan evidenciadas en sus trazos abstractos. Su fama de Don Juan era evidente en su trabajo. Un ejemplar de literatura censurada como Heather tiene dos mamás (1989), de la escritora estadounidense Lesleá Newman, tampoco podía faltar. Aquí se narra la historia de una pareja lesbiana que adopta a una niña. Cualquier parecido con la realidad chilanga…, ya saben el resto. En otra galería contigua, se halla una sala oscura dedicada al papel que ha jugado el sexo en el cine y cómo se ha filtrado desde inicios del siglo veinte con los stags o cintas cortas que se exhibían de manera clandestina en cabarets, burdeles y bares de mala muerte dispuestos a satisfacer los placeres mundanos de sus clientes, más allá del simple espectáculo "en vivo". Con el paso de los años, el cine se volvió más liberal y provocativo e incluyó escenas más atrevidas en películas como La Dolce Vita (Federico Fellini, 1960), El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972) y Lolita (Stanley Kubrick, 1962) y un poco de incipiente pornografía softcore de la década de los setenta que se incluía en esta exhibición junto con comerciales televisivos estadounidenses y europeos como los del desodorante Axe. Esto parece ser lo más rescatable del museo, cuyo contenido resulta disperso y para nada organizado por una museografía profesional, sino más bien con fines de entretenimiento.
A esas horas del recorrido, el calor ya pegaba y más aún el peso de cargar el abrigo. Al igual que yo, los azorados asistentes no podían apartar sus libidinosas miradas de las imágenes proyectadas en el suelo de unos bien ponderados 69’s y sexo oral “buga”, hasta que finalmente… ¡fotografías! Yo que no soy asidua a la pornografía disfruté de una galería fotográfica de pornstars tamaño big-size, desde Linda Lovelace hasta Ron Jeremy. Cuando terminé mi recorrido por el museo, la lluvia seguía cayendo a cantaros, el negro de Burkina Fasso no apartaba su mirada de mí y en el lobby sonaba “Human” de The Killers. Tomé unos condones gratuitos de un frasco y me abstuve de comprar una guía sexual-turística de Nueva York, so pena de quedarme sin dinero para cenar. ¿En dónde estaba mi madre? Eso es lo que tendría que averiguar de regreso a Queens. |
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