sábado, agosto 07, 2010

Columna "Otra parte" de Rogelio Villarreal (Milenio Semanal, 24 julio 2010).

En 1856 el hacendado español Leonardo Zuloaga dijo del rancho que había comprado seis años antes: “El Torreón es la mejor y más principal de mis fincas y cuyo nombre le viene cuando la comencé a fundar, lo primero que hice en ella fue un torreón donde pudiera escapar de los ataques de los bárbaros la gente que trabajaba” (Gildardo Contreras Palacios, Leonardo Zuloaga, fundador del Torreón, Dirección Municipal de Cultura, 2003).

El Torreón en el que nací hace medio siglo era una ciudad pequeña, de calles espaciosas y tranquilas. Aunque muy pronto mis padres nos transterraron, a mi hermano menor y a mí, a la gran Ciudad de México, no perdimos el lazo con la patria chica. Todos los años pasábamos allá las vacaciones de verano, las de invierno y los puentes que se atravesaran. Nos convertimos en un híbrido de chilangos y norteños que presumíamos a los compañeros de la escuela las hazañas de Pancho Villa —al que todavía creíamos un héroe—, el calor infernal del desierto, el lecho seco y ardiente del río Nazas, las feroces hormigas rojas de dolorosa picadura y los campos de algodón de los alrededores. A los primos y amigos laguneros, en cambio, les hablábamos de la inmensidad de una urbe inasible, una sucesión interminable de edificios y miles de vehículos, un vertiginoso océano de luz por las noches. Teníamos lo mejor de ambos mundos: las matinés y los estrenos en Cinelandia —en Niño Perdido, hoy Eje Central— y otros cines como el Ideal, el Jalisco y el Ermita, y las aventuras en paisajes lunares bajo un sol abrasador.

Ir a Torreón era lo más parecido a un viaje al pasado, a tradiciones desconocidas en la urbe, a la inocencia de la gente, sobre todo de los viejos. No solamente los niños, también muchos adultos nos escuchaban con azoro cuando les contábamos de los fenomenales atolladeros de autos o de la increíble vista de la capital desde las alturas de la Torre Latinoamericana, o del moderno Periférico —inaugurado por Díaz Ordaz— que conectaba en pocos minutos el nuevo suburbio de Ciudad Satélite y nuestra flamante Unidad Independencia, al extremo sur de la ciudad.

Mi abuelo, el padre de mi madre, era panadero y todos los días iba a su trabajo en una bicicleta de diseño aerodinámico. Por las noches solía contarnos historias de espectros y aparecidos, que escuchábamos sin pestañear, sin saber si creerlas o no. Mi tía Amelia mataba guajolotes o conejos para preparar platos exquisitos y mis primos Lalo y Toño trataban de enseñarnos a caminar descalzos por el río sorteando las pequeñas y terribles esporas cubiertas de espinas traicioneras. Entonces aún había muchos tríos de ancianos que entonaban canciones cardenches, uno de los cantos bucólicos más tristes del mundo.

A principios de los años setenta el Nazas se desbordó y una parte de la ciudad quedó bajo las aguas. Vimos las noticias por la televisión y también en “El mundo al instante” que pasaban en los cines. Con todo, los daños no fueron tan graves y, que yo recuerde, no hubo muertos. Nada que ver con el enfurecido diluvio que hace unos días castigó a Monterrey.

Hoy, las noticias que provienen de Torreón son sobrecogedoras. Ha habido ya tres matanzas de jóvenes y los muertos aparecen casi a cada paso. Las calles están vacías por las noches y un aire lúgubre cubre la industriosa ciudad, antaño pacífica y hospitalaria.

En Torreón murió mi padre hace ocho años. Hoy no creería lo que pasa en la entrañable y limpia ciudad de su juventud.



Por esos oscuros días esta tétrica y dramática rola no dejaba de sonar en mi cabeza.

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Discurso de Jaime López para presentar el libro "Crónica Biciteka" de Georgina Hidalgo. (Producciones El Salario del Miedo, 2021.) Lugar: Fonda El Convite. Fecha: 20 de octubre de 2021.

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