miércoles, febrero 13, 2013

Historia de un pueblo fantasma



Por Miriam canales

Esplendores y miserias de Ojuela, Durango, donde floreció la riqueza minera y hoy solo quedan ruinas, polvo, espectros y el paisaje impresionante utilizado en varias películas.
Cuando el personaje de la película El Topo de Alejandro Jodorowsky fue abatido en el puente de Ojuela, teniendo como escenario el árido bolsón de Mapimí, el director estaría creando una de sus máximas obras cinematográficas y una emblemática estampa de Durango para el mundo.
En una escena de la cinta, el famoso pistolero convertido a monje zen, caminaba por ese puente perseguido por un par de mujeres mientras su voz en off recitaba: “He sido derramado como aguas y todos mis huesos se descoyuntaron, mi corazón fue como cera derritiéndose en medio de mis entrañas y mi lengua se pegó a mi paladar. Dios mío… ¿por qué me has desamparado?...”. Es ahí cuando comienza la transformación de este personaje interpretado por el mismo Jodoroswsky. Y así como él, otros directores acudirían atraídos por este recóndito lugar plagado de historias y anécdotas.
Ojuela es un pueblo fantasma escondido entre los cerros de Mapimí, Durango, a pocos minutos de esa ciudad y a una hora de Torreón, Coahuila. Su historia data de la conquista española y su etapa económica más próspera de finales de 1800, tiempos de auge porfirista gracias a una mina que proveía de trabajo a cinco mil familias de la zona; su declive ocurrió a mediados del siglo XX, cuando la mina se inundó y la mano de obra emigró hasta dejarlo en el abandono total.
Además de Alejandro Jodorowsky y su cinta El Topo de 1969, otros cineastas han aprovechado sus ruinas como locaciones para westerns. Filmes actuales como Cristiada con Andy García y Peter O’ Toole o Suave patria con Adrián Uribe, ambas de 2012, también emplearon extras de Gómez Palacio y Torreón. Enrique Peña Nieto también utilizó Ojuela como escenario para un espot institucional, donde en una breve toma lucía caminando sobre el puente. Cada año se celebra un maratón donde se recorren siete kilómetros del centro a Mapimí hasta el puente.
MÁS QUE ALACRANES


Durante la temporada vacacional Ojuela recibe hasta 40 visitantes diarios, mientras que en periodos laborales puede descender a cinco únicamente. Dejándose envolver por el ambiente del viejo oeste y la sensación fantasmagórica, algunos tienen la osadía de instalar campamentos nocturnos expuestos a bajas temperaturas, animales salvajes e inseguridad, aunque quizá lo más inquietante serían los espectros que dicen aquí deambulan. “Cuentan que por las noches se oye que hablan mujeres y niños pero no se entiende lo que dicen”, explica uno de los vigilantes de la mina.
Para llegar se requiere una dosis de agilidad y valor, pues hay que subir siete kilómetros desde la entrada turística pagando previamente 30 pesos. La estrecha carretera hacia la cúspide semidesértica fungió anteriormente como la vía de un tren de cremallera para transportar los minerales, y puede despertar el vértigo de los paseantes que suben por auto a una muy moderada velocidad so pena de caer al barranco. Un refulgente sol en verano y un helado viento en invierno pululan en el ambiente silencioso donde solo las voces producen eco al gritar hacia los cerros. Las ruinas de las antiguas casas aún conservan algunos de sus cimientos a pesar del tiempo y la erosión; sus anteriores ventanales curvos permanecen estables, como dos grandes ojos plasmados en los muros que observan a los turistas. En medio de los dos cerros que resguardaban las viviendas, se encuentra un puente de madera maciza de 336 metros de largo que ha resistido los años, el polvo y el clima.


Fue construido en 1892 según los registros históricos por el arquitecto alemán Santiago Minhguín sobre un abismo de 180 metros de profundidad. Al atravesarlo sopla un viento que lo balancea sutilmente y provoca nerviosismo; la madera vieja cruje donde ha quedado plasmado el tiempo bajo los pies de los obreros que lo recorrían. Anteriormente, cuando se extraía el mineral, bajaban al barranco y volvían a subir a la orilla, lo que implicaba una excesiva pérdida de tiempo y mano de obra, razón por la cual debía existir un enlace entre ambos puntos.
La mina hacia donde conduce el final del puente es como una boca abierta donde al introducirse se encuentra tallada la historia de sus miles de trabajadores, pozos de hasta 800 metros de profundidad y algunas reliquias encontradas como lámparas, picos, palas y hasta los restos de una vaca momificada. También hay algunas fotografías de los buenos viejos tiempos del pueblo.
LA BONANZA MINERA
Ojuela fue descubierto en 1598 por los conquistadores españoles, recibiría ese nombre por el expedicionario Francisco de Ojuela, al pie del Cerro de la Bufa o de la India. Desde entonces, las minas fueron explotadas de forma interrumpida por las intromisiones de las tribus Tobosos y Cocoyomes, también llamados Mapemes en la parte oriente de la provincia de Nueva Vizcaya, hoy norte de Durango.
En el año de 1777 se fundaron siete haciendas de fundición de donde se extraían continuamente de 100 a mil 500 barras de plata y cuatro mil cargas de greta procedente de otras 13 minas explotadas por ese entonces. Para 1848 las minas aledañas a Mapimí habían sido abandonadas por los españoles y retomadas por mexicanos, fue años después, en 1869, cuando fueron vendidas a la compañía Durango Mapimí The Council Bluffs, de Iowa, Estados Unidos, la que más tarde se llamaría Peñoles. Las que quedaron consolidadas fueron las de San Vicente Socavón, Santa Rita, El Carmen, Santa María Soledad y San Judas.
Antes de que terminara el siglo XIX ya se habían introducido métodos de tecnología avanzada y para ello se contrató al ingeniero Charles Reidt. Como resultado de un equipo moderno y una adecuada estrategia, la nueva corporación impulsó una de las mayores bonanzas de México. Para 1892 se erigió el puente y el ferrocarril para las minas de fundición.
LO QUE EL POLVO SE LLEVÓ


En la década de los treinta, el pueblo contaba con más de tres mil 200 habitantes que disfrutaban de lujos y comodidades. Sin embargo, en los años cuarenta comenzó el declive debido al agotamiento de las vetas y la inundación de varios de sus niveles.
A principios de los sesenta, de Ojuela ya no quedaba más que el recuerdo. Es entonces cuando interviene de nuevo la Compañía Minera Peñoles, que contrató al señor Carlos González para desmantelar el pueblo. Él, a su vez, subcontrató al señor Cecilio Hernández Ayala para ejecutar la orden. Al mando de una cuadrilla de 50 hombres, Hernández Ayala se enfocó en demoler las construcciones. Una vez finalizado el desmantelamiento de casas y oficinas y la desinstalación del equipo para el proceso y acarreo del metal, la orden siguiente consistía en destruir el puente colgante. A la empresa solo le interesaban los cables de acero que, hasta la fecha, lo sostienen.
Hernández demoró los trabajos de forma intencional, particularmente en el caso del puente, ya que consideraba que debía mantenerse. En 1961 acudió con el ingeniero Benjamín Ortega Cantero, oriundo de Mapimí, responsable de las oficinas de Recursos Hidráulicos, para advertirle que la compañía Peñoles tenía el propósito de destruir el puente. Ortega realizó una visita a Ojuela, posteriormente se trasladó al Distrito Federal y desde ahí obtuvo la orden de suspender la demolición.

Los fantasmas que dicen que ahora rondan por aquí podrían sentirse regocijados por la salvación del puente que recorren cada noche. Tal vez sus murmullos celebren las tertulias que organizaban en el pasado… o simplemente le gastan una broma a los turistas.

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